El stand-up paraguayo se encuentra en el ojo del huracán tras el incidente protagonizado por el humor de Silvia Flores. En un intento de satirizar el “figuretismo” en las redes sociales, Flores cruzó una línea delicada, desencadenando una ola de críticas en Paraguay.
La presentación, que buscaba cuestionar las motivaciones detrás de los actos de caridad de una conocida influencer, terminó siendo un reflejo de la tensión entre la libertad de expresión y el respeto hacia los demás. La inclusión de términos despectivos como “hija de puta” dirigidos a la influencer, y las burlas hacia su mascota, una gallina con cuenta de Instagram, han puesto en tela de juicio la responsabilidad social del comediante.
La reacción no se hizo esperar. Laurys Dyva, la influencer aludida, expresó su descontento, especialmente por las bromas que tocaban el tema de la discapacidad visual. “Yo siempre voy a defenderles a mis seguidores y a los seguidores de Hortensia, porque juntos hacemos el batallón pynandi”, declaró Dyva.
Por su parte, Flores ofreció disculpas públicas, argumentando que su material fue sacado de contexto. “El humor toca fibras, nos plantea realidades y el stand up es una experiencia cara a cara con el público y hay que estar allí para entender todo el contexto”, explicó la humorista.
Este incidente ha reavivado el debate sobre los límites del humor. ¿Dónde trazamos la línea entre la sátira y la ofensa? ¿Es el stand-up un espacio libre de censura o debe sujetarse a ciertos estándares éticos? Las opiniones están divididas. Mientras algunos defienden la comedia como un reflejo de la sociedad, otros abogan por una mayor sensibilidad hacia temas delicados.
Los comediantes deben encontrar un equilibrio que permita la risa sin sacrificar el respeto mutuo. La controversia generada por Flores es una oportunidad para reevaluar los principios que rigen esta forma de arte y su impacto en la cultura contemporánea.
